28 Apr 2011

Un comentario de Facebook

—No sé si se entiende qué es lo que me gusta del comentario— dijo Sara.


Y no. No lo había entendido. Que te pongan un "Like" (sí, el FB lo tengo en inglés) debajo de un comentario en el que dices que te sientes mal, pero no mal de un catarro, de una fisura anal, de una gastroenteritis, no, no, sino mal dentro, porque hace mucho que se te ha cubierto el corazón de chapapote, se te ha espesado el alma y el pensamiento como alquitrán, y no tienes mascarilla, como esos días en Galicia, en Carnota, limpiando unas rocas que se te morían debajo de las manos, porque nunca llegabas a quitar nada, por mucho que quitaras... ese mal del ánima, esa tristura que te dura desde tanto tiempo.

No, no lo había entendido, el "Me gusta" (a mi me aparece Like, porque el Féisbuk lo tengo en inglés)

Luego Sara siguió:

—Tu forma de expresarte ante el mundo y la manera en que sientes y percibe cada pequeño rasguño o brisa marina.

La brisa marina. Sara tiene una intuición especial. ¿cómo sabrá que lo que quiero es que me sople el mar en la cara, que me sale la piel como un jamón curado, que me fije como cuero las arrugas el salitre? ¿Cómo sabrá que quiero volver a esa playa en la que P. me sacó la tristura de encima a fuerza de quererme tozudamente?

Eso me gusta —me dice Sara— Aunque haya monstruos, sabrás domarlos y retratarlos, para nosotros.

No, eso se lo quiero decir a Sara: no quiero que los monstruos se queden. No quiero domarlos, estoy cansado. No quiero retratarlos para nadie. No quiero ser el que dejó un bonito libro de poemas (que no sé escribir) o de cuentos (que no escribo) para la posteridad, habiéndose jodido la vida por no haber sabido quitarle la capa de chapapote a su corazón. Lo que quiero es paz. Y amar. Suena muy hippie, no? o muy New Age, pero es lo único que quiero.

Y sigue, mi Sara, en abierto:

"Adoro tu forma de expresarte y estoy convencida de que debiéramos ser muchos más, o incluso todos, así, de esa manera, para que el escenario tragicómico en el que disponemos nuestras idas y venidas, irreales y supuestas, y en el que nunca se pone el telón"

Sería tragicómico si fuera capaz de reírme de ello. Pero Sara no sabe que no lo soy. No lo sabe y cree que sí, como muchos otros que hasta me conocen mucho mejor y piensan que en fondo yo soy ese ser que salta sobre las mesas en los bares, que les dice piropos a las ancianitas, que juega con todos los niños que se encuentra en su camino. Que hace el payaso siempre. Sara no sabe que me tomo tremendamente en serio, por desgracia. La seriedad (chapapote, alquitrán maldito), ésa que siempre he intentado espantar haciendo el payaso, me la metieron entre el pan y la nutella de pequeño. Me pusieron droja en el colacau. No —se lo quiero decir a Sara—: no le deseo a nadie que sea como yo. La reprogramación cuesta mucho, y no es exhaustiva. Pero, eso sí, te deja exhausto.

Tus monstruos son mis monstruos y los de todos los demás; trátalos con cariño porque tienen tanto de ti como de todos los que pisamos tierra, firme o compuesta de arenas movedizas. Y no voy a tratar de consolarte con las palabras de aquel poeta hindú, que yo creo que las lágrimas limpian el cristalino —las venden artificiales, incluso— e hidratan el mecanismo del parpadeo, que es ese instante de oscuridad en el que puedes elegir qué vas a ver al siguiente golpe de luz. Tómales medidas a esos monstruos, Emi, porque de la misma talla serán los baobabs que te den sombra y alimento, cuando la arena reconforte tus pasos...

La arena, Sara, otra vez. A veces dudo hasta yo de que la arena, la las olas del mar me hagan el mismo efecto que me hacían antes, cuando me quedaba mirándolas embobado. Ahora las tengo tan relacionadas con P. que temo cada vez que me acerco a una playa. P. me quería tan tozudamente que mezcló arena con el chapapote y poco a poco casi logra limpiarme el alma. Pero se cansó antes de que yo pudiera darle el relevo. Antes de que el niño aprendiera a lavarse solito. Quisiera saber qué hizo ella con sus monstruos, si aprendió a tratarlos con cariño, o si los mató uno a uno, en tantos meses de silencio.Tenerle cariño a mis monstruos... Los baobabs, me dice Sara. Tomarle medidas a mis monstruos: lo hice, y les hice unos trajes. Les sientan muy bien. los vestí, los peiné, les puse cremita. Pero a veces, de repente, se desnudan otra vez. A lo mejor, como me dijo una amiga una vez, no tengo que hacerle caso  al Dinosaurio (así lo llamaba ella).

Sara, de paso sea dicho, no sabe que ella se expresa mucho mejor que yo.

6 Apr 2011

Disidencias




to someone, in Italy
Art. 123

La imposición del Castigo Ejemplar calificado importa la privación de libertad del condenado  durante el tiempo necesario a su Limpieza y Reeducación, bajo un régimen especial de cumplimiento que se rige por las siguientes reglas:
1.ª No se podrá conceder la libertad condicional sino una vez transcurridos cuarenta días de Limpieza efectiva, debiendo en todo caso darse cumplimiento a las demás normas y requisitos que regulen su otorgamiento y revocación;
2.ª La Limpieza y reeducación se obrarán mediante provocación de amnesia selectiva y reeducación hipnótica, sin menoscabo de ninguna capacidad psico-física del condenado. 
Final abierto

A menudo Marcos sueña con los ojos abiertos. Unos sueños rabiosos pero cuidados hasta el más mínimo detalle. El Presidente, con su “sonrisa para todos”, sentado en la silla del Castigo Ejemplar. El Presidente, con su metro y medio de sonrisa, con sus 42 dientes de sonrisa para todos, su sobrio traje antracita, su calva zen y sus controlados movimientos de Tai Chi envolvente, “os quiero a todos”, sentado en la silla en el centro del escenario, con una cara de enajenado estupor dibujada por encima de la sonrisa (voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar... de repente recuerda un pasaje de uno de los libros de su padre, de los que se prohibieron antes de la Gran Revolución y que el Presidente repuso en las Bibliotecas Para Todos, pero no en las librerías. Todo está bajo su mirada, pero no este libro que él tiene en casa, en la habitación de su madre), el Presidente sentado y una mano anónima apuntándole en la sien con el arma reglamentaria del Castigo Ejemplar. Traición.

Marcos sueña con los ojos abiertos, a veces. Unos sueños rabiosos pero cuidados hasta el más mínimo detalle. Conoce todas las caras del público, mudo siempre (a veces algo varía: éste tenía barba y ahora sólo tiene bigote, la señora pelirroja ha entrado en el plató con los rulos puestos pero sigue siempre guapísima), una panorámica en cámara lenta, siempre de derecha a izquierda para terminar otra vez con un medio plano: cara del Presidente, mirada huera, ebria de incomprensión; una mano con una pistola apuntándole en la sien. Entre la sien y el cañón de la pistola un espacio de un centímetro.

A menudo Marcos sueña con los ojos abiertos. Unos sueños rabiosos pero cuidados hasta el más mínimo detalle. Y llora. Rabiosamente. Su madre no se acuerda de su padre. Su madre no se acuerda de lo que él hizo.

Su madre es feliz. Su madre ha muerto. Ha sido él quién la ha matado.

No disientas. Sé feliz.



Liminar
(de donde se entra o se sale)
24 años antes del final

De repente la pared del plató empezó a abrirse entera, de abajo a arriba. El movimien-to paró casi enseguida, dejando sólo una pequeña ranura por la que entraban violentas ráfagas de una luz blanca, lacticinosa, cegadora, en la que se entrevieron dos siluetas avanzando hacia el centro del escenario. El público estaba mudo.

La cámara enfoca un primer plano de las dos manos, lívidas, entrelazadas, apretando furiosamente. Un amasijo indisoluble y nudoso de huesos y piel descarnados, algo como raíces al aire, pulidas por la intemperie y un largo acariciar. La de ella más joven, lisa pero fuerte; la de él más rugosa, trabajada, huesuda, grande, flaca.

Él apenas lograba andar con cierta compostura. Su acompañante, una chica joven, lo sostenía sujetándolo con la derecha por la cintura. La mano izquierda mezclada con los dedos de él, apretando furiosamente.  El showman los esperaba en el centro, al lado de la silla. Lo sentaron en la silla. Barba de tres días, pelo muy corto, pantalones de franela jaspeada y la camiseta obligatoria del patrocinador del programa: una pantalla-tejido en la que cada doce segundos se anunciaban los productos de la Corporación GoogleDis-ney.  En su cara la mezcla de drogas sólo había dejado sitio para un estupor fusco, obnubilado, estúpido.

Sentado. En su aturdimiento enajenado nada podía tocarle, y sin embargo por algo se-guía agarrada a la mano de la chica. Mientras el showman pronunciaba las palabras obligatorias para la ocasión (dos o tres veces al año, no más, se acusaba a algún Contrario del peor delito contemplado por la Ley: Traición y Atentado contra la Felicidad), dos operadores tuvieron que gastar gotas de sudor y nerviosismo para desencajar aquellos dedos, para deshacer los nudos, dejar a la chica libre de utilizar la mano y entregarle el arma.

Ella se encontró allí casi despertando de un largo sueño, sus ojos llenos de lágrimas no le dejaban ver la cara de él. Su brazo temblando, tendido, apuntando la pistola a la sien, dos ojos enajenados y estupefactos que la miran y no la ven, el showman repitiendo que la traición a los principios de la Revolución era el peor crimen..., en la pantalla-tejido de la camiseta de ella una playa tropical al atardecer, publicidad de alguna de las virtual-holidays de la Corporación GoogleDisney.

«Cuanto antes lo haga, antes se acabará todo esto», piensa, con la mirada acuosa hacia su pecho.

Apretó el gatillo mientras miraba su camiseta. En la pantalla-tejido campeaba una enorme botellita de Google Cola, burbujeante.

No disientas. Sé feliz


En el medio

I

La Ciudad está llena de gente feliz. También lo recuerdan repetidamente los carteles de plasma colgados por todas partes con la cara del Presidente. “El Presidente os quiere a todos. Sed felices”; “Nuestra única obligación es cumplir con nuestra felicidad y aprovechar la de los que nos rodean. El Presidente vela por vuestra felicidad”.

Es casi Navidad y la cara del Presidente enseña su amor en todas las calles, lo vierte sobre la gente que pasea por la Gran Vía como melaza caliente, invita a todos a formar el gran corro, con sus grandes brazos abiertos y su sonrisa de cuarenta y dos dientes níveos. El Presidente, con su sobria elegancia de corte oriental, su mirada penetrante, bondadosa, paternal, su nueva y justa Constitución del Justo Medio, no fue siempre el Presidente. Luchó, en los días de la Gran Revolución, en las Siete Semanas, más que cualquiera, lideró el Gobierno Extraordinario y cuando “Los Contrarios” acabaron con la vida de sus colaboradores en el atentado del Palacio de Congresos, decidió tomar él solo las riendas de la nación y repartir Castigo y Felicidad. Acabó con el peligro terro-rista de los Contrarios y lleva veinte años al mando de un país feliz.

El Presidente ha logrado arrebatar el País a la mafia de los políticos, a la estúpida, caótica y corrupta alternancia de partidos, a la lucha fratricida por el poder y el dinero de los contribuyentes, al yugo de la moral mafioso-papal. Ha exterminado el tráfico de drogas y armas y la explotación de la prostitución. Ahora puede dispensarse amor en la calle según tarifas estatales: las drogas son monopolio del Estado, se producen en en fincas biológicas y se venden en kioskos del Estado. Las armas son de uso exclusivo de la Milicia.
En realidad, algunas células de Contrarios siguen activas, sobre todo en la periferia de la Ciudad. De vez en cuando, los Servicios de Inteligencia del Presidente descubren el escondrijo de algunos de ellos y es entonces cuando todos los canales, a las nueve de la tarde, interrumpen sus programaciones para trasmitir en directo el Castigo Ejemplar (dos o tres veces al año, no más). Es la pena más alta para el delito más grave: traición de los principios de la Gran Revolución: Atentado contra la Felicidad.

Según las justas leyes del Presidente, la ejecución debe ser llevada a cabo por el pariente más cercano al acusado. 

No disientas. Sé feliz.

II

“Consumo & Felicidad” rezan los carteles publicitarios de las pantallas-tejido, las camisetas del Presidente. Una señora pelirroja se percata de que todavía no ha alcanzado el nivel de consumo previsto para el día y se apresura hacia el kiosko para comprar una botella de medio litro de GoogleCola, que le regalará tres puntos y medio, justo lo que necesitaba para llenar el cupo diario y que le permitirá a final de año disfrutar de una semana de virtual-holidays a mitad de precio en uno de los establecimientos de la Corporación.

Marcos también está pensando lo mismo: «Llevo unos días sin consumir lo que debería un Consumidor Feliz de Nivel Tres como yo. Pensarán que estoy deprimido». Marcos es cámara de televisión, tiene 24 años, vive con su madre de la que suele decir que tiene dos huevos así. Lo dice, a menudo, y sabe que es porque él no los tiene. Marcos sólo quiere una cosa, lo ha querido a lo largo de toda su vida hasta ahora: ser feliz.

No disientas. Sé feliz.


III

Mamá, hace tres días me encontré este diario en tu habitación. Buscaba ese libro que nos dejó Papá. Yo no sabía nada de Papá. Siempre me dijiste que había muerto en la Gran Revolución, luchando al lado del Presidente. Y ahora sé que era un Contrario. Ahora sé que tú también.

Mamá, quiero ser feliz.


IV

De repente la pared del plató empezó a abrirse entera, de abajo a arriba. El movimiento paró casi enseguida, dejando sólo una pequeña ranura por la que entraban violentas ráfagas de una luz blanca, lacticinosa, cegadora, en la que se entrevieron dos siluetas avanzando hacia el centro del escenario, el mismo desde hace más de veinte años. El público estaba mudo.

La cámara enfoca un primer plano de las dos manos, lívidas, entrelazadas, apretando furiosamente. Un amasijo indisoluble y nudoso de huesos y piel descarnados, algo como raíces al aire, pulidas por la intemperie y un largo acariciar. La de ella más rugosa; la de él joven, huesuda, grande, flaca.

Ella apenas lograba andar con cierta compostura. El acompañante, un chico joven, la sostenía sujetándola con la derecha por la cintura. La mano izquierda mezclada con los dedos de ella, apretando furiosamente.  El showman los esperaba en el centro, al lado de la silla. La sentaron. Pelo muy corto, pantalones de franela jaspeada y la camiseta obligatoria del patrocinador del programa: una pantalla-tejido en la que cada doce segundos se anunciaban los productos de la Corporación GoogleDisney.  En su cara, la mezcla de drogas sólo había dejado sitio para un estupor fusco, obnubilante, estúpido.

Sentada. En su aturdimiento enajenado nada podía tocarla, y sin embargo por algo seguía agarrada a la mano del chico. Mientras el showman pronunciaba las palabras obli-gatorias para la ocasión (dos o tres veces al año, no más, se acusaba a algún Contrario de Traición: Atentado contra la Felicidad), dos operadores tuvieron que gastar gotas de sudor y nerviosismo para desencajar aquellos dedos, para deshacer los nudos, dejar a Marcos libre de utilizar la mano y entregarle la pistola.

Marcos se encontró allí casi despertando de un largo sueño, el brazo tendido apuntando la pistola a la sien, dos ojos estupefactos que te miran y no entienden, el showman repitiendo que la traición a los principios de la Revolución era el peor crimen..., en la pantalla-tejido de la camiseta de ella una playa tropical al atardecer, publicidad de algu-na de las virtual-holidays de la Corporación GoogleDisney.

«Cuanto antes lo haga, antes se acabará todo esto» piensa Marcos con los ojos bajos.

Apretó el gatillo mientras miraba la camiseta. En la pantalla-tejido campeaba una enorme botellita de GoogleCola, burbujeante.

«Sé feliz, mamá».


2 Apr 2011

La ciudad y los ciegos (un cuento para Joao Siniestro)

Mi amigo Luis, curioso espécimen transgénico et rara avis, cuya primera novela se saldrá en mayo por letraBRICK, acaba de publicar este escrito en su blog. Dadas las circunstancias (que nada tienen que ver ni con el libro, ni con ninguna ave rara, sino con cierta situación cuya madeja voy desenredando desde hace unos años), he decidido contestarle desde aquí. Llevo unos días viajando —por enésima vez— entre las Ciudades Invisibles de Calvino, y hoy he recordado Miranda, ciudad que ni Calvino ni Marco Polo visitaron nunca. Aquí la tenéis.
© de la imagen Beverly J. Speakes
 
La ciudad y los ciegos

Miranda —la que mira a Levante, dicen sus habitantes— está suspendida, desde que se tiene memoria de la existencia de la ciudad, en el segundo antes del equinoccio primaveral, en una eterna espera de la llegada de la primavera. Sus caras lo reflejan y sus quehaceres también. Los habitantes de Miranda viven en una espera continua: los taconeos de los cascos de los caballos que trasladan los comerciantes extranjeros en sus carrozas delatan una prisa contenida; los regateos en los mercados, donde las mujeres compran ajonjolí, comino, dulce de almendra y miel y las nuevas medias de nailon traídas de un Oeste lejano, nunca duran mucho, porque tanto ellas, como los tenderos, están siempre a punto de dirigir sus pasos, con mal disimulada urgencia, hacia las ventanas de sus casas, todas orientadas hacia el Este, esperando con premura el equinoccio.
Los habitantes de Miranda tienen arrugas en su memoria, tan viejas es. Sin embargo, no recuerdan nada del día de ayer. Si le preguntas  a, digamos, Zobeida, sobre esa tetera de plata que compró ayer mismo en el mercado, esa tetera apoyada en el centro de la mesa, te dirá que no sabe, que cree que siempre estuvo allí. La niña de siete años, hija de la señora del todo a cien, te hablará de las angustias de sus abuelos, y del afán con el que le construyeron una casa, antes de morir, con ventanales grandes, para que cuando ella se case pueda, el alba del día en el que la primavera llegue, ser la primera en verla.
El idioma de los habitantes de Miranda es fácil de aprender, pero difícil de conceptualizar por el extranjero, y las comunicaciones resultan a veces complicadas: en su vocabulario, como en su cultura, no existe la noción del “ahora” (ni la palabra misma). El presente, como tiempo verbal, no se concibe.
El visitante que llega a Miranda, sale de ella pensando haber vivido unos días en una ciudad en constante primavera.