Pasear por Madrid es mi otra música.
Hubo un tiempo en el que
esta ciudad me dolía. Hay veces, cuando llueve, en las que aún duele y hay barrios que escuecen como guindilla en vena.
Pero hoy paseo, me paro, miro alrededor. Y Madrid me resuena en el cuerpo
como una suma de armónicos. Paso delante de ese bar de Lavapiés donde Gael, la camarera francesa, se
sentó conmigo aquella noche de hace más de cuatro años y pico, cuando yo quise tomarme un té y Gael, de
camarera desconocida, se convirtió por una noche en el Mundo Gael: una maraña de pelo negro dulce, con olor a cítricos y acento bretón.
Quién sabe por dónde andará, ahora, Gael.
Pasear por Madrid es mi otra música.
Llevo dos horas andando. Vuelvo a salir a la calle, sin la mochila, sin
nada. Yo y mi Madrid. No he venido para encontrarme con la ciudad. Nunca vengo para eso, pero la ciudad me sale al paso, a cada paso.
Madrid, de alguna manera, fue mi nodriza. Y me sigue ofreciendo la teta,
aunque lleve tiempo habiendo cortado el cordón. Cosas de las madres y
afines: siempre te ven como un niño.
Pasear por Madrid es mi otra música.
Hay barrios que conozco como mis manos: de haberme comido las uñas
mirando bien antes adónde iba a parar el mordisco, de haberlas regado
con lágrimas y haber contemplado como mi piel las absorbía, de haber
tocado por sus calles las llaves de mi saxo a ciegas. Hay barrios en los que viví la
ilusión de tenerlo todo y la otra ilusión: la de haberlo perdido todo.
Hay un barrio en el que perdí una niña. Otro en el que creí tener
familia. Y hay barrios que no conozco aún, y que me esperan, con
batería, guitarra, bajo y toda una sección de vientos, fumando y
esperando a que llegue el solista.
Pasear por Madrid es mi otra música.
Suena una flauta en esta calle Bellavista. Subo desde la plaza de
Lavapiés. Un chico más flautas que perro está enmarcado en una de las
puerta-ventanas de este bareto. Waltzing Matilda. Una flauta de
plástico, a veces, puede hacer maravillas. Bien lo sabré yo. Me paro
unos metros más arriba. Y escucho. Esta otra que toca ahora la conozco,
pero no me acuerdo del título. Hay momentos, como éste, en los que te
das cuenta, de repente, con una sonrisa, de que falta algo. Y entonces
juegas a un juego de magia, y le envías esas notas a alguien.
Pasear por Madrid es mi otra música.
Fue también un canto
a cappella, durante ese tiempo largo que huyó tan
deprisa. Cuatro años de nada. En la memoria llevo gestos, ese mohín que
tan feliz me hacía, y ese modo de quedarte en ti misma, con el curvo
reposo de una imagen de marfil.
No es gran cosa ese todo que me
queda. Además opiniones, cóleras, teorías, nombres de amigos y amigas,
la dirección postal y telefónica, unas fotografías, un perfume de pelo, y
una presión de manos pequeñitas donde nadie diría que se me esconde el
mundo.
Pasear por Madrid es mi otra música.
Otra, sí. Porque
hay una que me acompaña siempre. Es esa orquesta que me corre por las
venas y las entrañas. Es esa música que sólo puedes escuchar si te
acercas, y pones la oreja, y cierras los ojos. Es la música que en su
momento algunas personas se sentaron a compartir, a veces durante años,
hasta que dejamos de oírla los dos. Es la música que Gael quiso
compartir una noche y Gisela —llamémosla así— unos años, hasta que quedó
fascinada por la escala árabe (que, btw, es la misma que la mía, la
napoletana). Pero sobretodo es la música que
Antonio, Luis,
Sergio,
Giulia,
Ricardo,
Margherita, el
Antonio
el Cosmópata, esperaron con paciencia cuando la orquesta se tomó las
vacaciones y dejó de tocar, dejando un silencio espeso y negro. Y
aplaudieron cuando la música volvió, tímida, con sus primeras notitas. A
ese público me debo. Con gratitud. Y amor.
Pasear por Madrid es mi otra música.
Otra sí. También porque cambia. Porque sé que dentro de unas semanas,
cuando Madrid y yo nos encontremos otra vez, y caiga el vermú de
bienvenida, me tendrá preparada alguna composición nueva. O tal vez
vieja, pero con unas florituras nuevas. Yo, como siempre, beberé lento
mi vermú, que me gusta, y me reiré, o se me saltará alguna lágrimita
(que a veces es así, Madrid, va y te toca la cuerda sensible y yo soy de
esos que lloran en las películas).
Pasear por Madrid es mi otra música.
A veces noto que falta un instrumento, una bonita arpa que era un
violín que era un óboe que era un clarinete pero que sobretodo era una
guitarra. Ahora es una Darbuka, o un Tbilat, o un Gmbir o un laúd de
esos marroquíes, pero ya no lo toco yo.
Pasear por Madrid es mi otra música.
Ahora me resuena en los oídos. Mañana, cuando las notas habrán
desaparecido en la distancia, cuando ese tren que nunca se levantará del
suelo —pero al que le han puesto nombre de ovíparo volador— me habrá
sacado de esa caja de resonancia que hace que me vibren las notas en las
tripas, esa música seguirá resonándome en la cabeza. Madrid me ve a
menudo y sin embargo me reclama siempre. Y yo a ella. No se acostumbra
uno a las despedidas, por frecuentes que sean.
Pasear por Madrid es mi otra música.
A veces esa música me suena por dentro, aquí en Sevilla.