26 Oct 2010
Te quiero que me cago
Supe que te quería cuando empezaron las cagaleras.
Aquello duró unos meses, lo nuestro, quiero decir, que no las cagaleras. Pero los últimos días habías estado deletreándome un «no» para el que no bastaban las letras de mi abecedario, tal vez por eso no lo entendía.
Me lo dibujaste poco a poco, para que lo entendiera, con esos palitos de la ene que suben y bajan y vuelven a subir (lo mismo me pasaba a mí, cada palito era un palo, pero luego había como una esperanza de volver a esas tardes de sudor y gritos, de miradas y besos en los párpados, de apodos y palabras sucias, esas que tanto nos gustaban). Y luego el círculo de la «o», lento como una tortura china pero ya inequívoco, era inútil volver a pasar con la tiza donde ya había trazo, era un círculo, algo cerrado como esta historia que tanto me dolía.
Un «no» largo días y días, en algo que se me antojaba chino o swahili y que no quería comprender (te decía que nunca se me dieron bien las lenguas, que sólo la tuya, húmeda, grande y suave, y tú te enfadabas: «No vaciles, joder. Si es que eres traductor...»
.
Tú de eso no sabías nada (quiero decir, de las cagaleras), cómo iba a decirte aquello, cómo iba a decirte que ya no me corría de amor sino que se me escapaba todo por el culo. Un día intenté decírtelo, pero no lo entendiste:
—Te quiero que me cago— te dije. Te quedaste callada, como siempre y evitaste la cosa recurriendo a lo profesional:
—Se dice “que te cagas”, traductor.
Claro, cómo no, tú eras correctora de pruebas, pero era yo el que se cagaba queriéndote, no tú. Si hubiera sido lo contrario, si te hubiesen entrado a ti cagaleras por culpa de este amor mío, me habría retirado, esfumado. Lo sabes: yo nunca te habría hecho daño.
En fin. Pensar en ti era correr al baño, cagándome en la puta porque otra vez, joder, caguén, qué coño me pasa, qué mierda me pasa (nunca mejor dicho) y de repente, saberlo: es que la quiero.
Pasó ese tiempo que siempre tiene que pasar para que las cosas vuelvan a su sitio. Adelgacé, cómo no. Pero comía muchos plátanos. Con los amigos la vida era la de siempre, y los diálogos también:
— Es que tú —me dijo una noche Eva, una amiga— es que tú eres una persona demasiado pasional, no, más: visceral (bravo Eva, así: en cursiva y en negrita. Si sólo supieras.), tú no amas con la cabeza como mucha gente, casi ni con el corazón, diría yo, tú amas con la tripa, ¿verdad que lo sientes todo allí?
Casi me muero de las ganas de contárselo, esa noche, que sí, que con la tripa, que incluso y casi con el culo...Pero lo único que supe decir fue:
—Perdóname un momento, tengo que ir al servicio.
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