Mi amigo Luis, curioso espécimen transgénico et rara avis, cuya primera novela se saldrá en mayo por letraBRICK, acaba de publicar este escrito en su blog. Dadas las circunstancias (que nada tienen que ver ni con el libro, ni con ninguna ave rara, sino con cierta situación cuya madeja voy desenredando desde hace unos años), he decidido contestarle desde aquí. Llevo unos días viajando —por enésima vez— entre las Ciudades Invisibles de Calvino, y hoy he recordado Miranda, ciudad que ni Calvino ni Marco Polo visitaron nunca. Aquí la tenéis.
© de la imagen Beverly J. Speakes
© de la imagen Beverly J. Speakes
La ciudad y los ciegos
Miranda —la que mira a Levante, dicen sus habitantes— está suspendida,
desde que se tiene memoria de la existencia de la ciudad, en el segundo antes
del equinoccio primaveral, en una eterna espera de la llegada de la primavera.
Sus caras lo reflejan y sus quehaceres también. Los habitantes de Miranda viven
en una espera continua: los taconeos de los cascos de los caballos que
trasladan los comerciantes extranjeros en sus carrozas delatan una prisa
contenida; los regateos en los mercados, donde las mujeres compran ajonjolí,
comino, dulce de almendra y miel y las nuevas medias de nailon traídas de un
Oeste lejano, nunca duran mucho, porque tanto ellas, como los tenderos, están
siempre a punto de dirigir sus pasos, con mal disimulada urgencia, hacia las
ventanas de sus casas, todas orientadas hacia el Este, esperando con premura el
equinoccio.
Los habitantes de Miranda tienen arrugas en su memoria, tan viejas es.
Sin embargo, no recuerdan nada del día de ayer. Si le preguntas a, digamos,
Zobeida, sobre esa tetera de plata que compró ayer mismo en el mercado, esa
tetera apoyada en el centro de la mesa, te dirá que no sabe, que cree que
siempre estuvo allí. La niña de siete años, hija de la señora
del todo a cien, te hablará de las angustias de sus abuelos, y del afán con el
que le construyeron una casa, antes de morir, con ventanales grandes, para que
cuando ella se case pueda, el alba del día en el que la primavera llegue, ser
la primera en verla.
El idioma de los habitantes de Miranda es fácil
de aprender, pero difícil de conceptualizar por el extranjero, y las
comunicaciones resultan a veces complicadas: en su vocabulario, como en su
cultura, no existe la noción del “ahora” (ni la palabra misma). El presente,
como tiempo verbal, no se concibe.
El visitante que llega a Miranda, sale de ella
pensando haber vivido unos días en una ciudad en constante primavera.
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