21 Mar 2012

Con el mar al fondo, ya sería otra cosa


Hoy me he despertado y he salido a la terraza. Miro lejos, como buscando algo, tal vez el horizonte donde me he perdido últimamente. Pero veo algo distinto. Ayer llegó la primavera. Y justo antes, el domingo, como para estar aquí listas para el gran aquelarre del equinoccio de primavera, llegaron las golondrinas (o vencejos, como bien corrije Ugo).


Siempre las/los descubro el día en el que llegan. Hay algo diferente en el aire que me despierta por la mañana (duermo con la ventana abierta): el aire se ha llenado de notas, de grititos, de burbujitas.

Estoy tristón. Con el invierno se han acabado otras cosas y éstas han dejado un repentino vacío, se han llevado esa puntita de ilusión que uno tenía dentro. La ilusión de una caricia al despertarse, de una mirada cómplice.

Las golondrinas me han recordado mis gaviotas. Mi mar. Y la morriña se me ha subido a los ojos con todo lo demás, desbordándolos. Llevo toda la mañana poniéndome el audio de este vídeo en loop (trabajo con los auriculares puestos). Necesito ver el mar, escuchar a las gaviotas, como éstas de este audio que me acaricia el alma triste, hoy.

El equinoccio ha sido ayer, 20 de marzo, a 5:14. Los equinoccios, los solsticios (lo crean o no, a mí me da francamente igual) me afectan. Las semanas alrededor de los equinoccios y los solsticios me ven siempre alterado. Me habría tenido que dar cuenta. Pero este año no me fijé: estaba demasiado perdido en otras cosas. Si es posible permitirse decir esto, ahora entiendo más lo que me pasó el sábado. Este sábado esa alteración me jugó una mala pasada y en una corazonada estúpida me cagué la noche. 

Las gaviotas son alegres. Y alegremente tristes. Yo he crecido con esto en los oídos. Alguien que no sea de mar no puede entender hasta el fondo de lo que estoy hablando: tener el mar delante, esa apertura verde, azul, infinita, viva. Sobre todo eso: viva. Porque el mar respira. El mar ronronea, el mar refunfuña, el mar aulla (el mar, sí en masculino. Porque el mar es varón, un viejo varón de barbas y ceño fruncido, pero bueno, como un buen tío-abuelo). Tener esa apertura delante, cada mañana, ese horizonte abierto, es algo que quien lo ha tenido y lo ha perdido sabe que no tiene precio: es el sabor de la libertad, o algo así (la libertad tiene que saber a algo ligeramente salado, azul y ligero, como el agua del Mediterraneo)… Y luego, ahora, esta realidad mía de vivir cercado, sin horizontes a la vista, mirando antenas y tejados… Hay gente que viene a mi terraza y dice "qué bonita vista". Pasaba lo mismo en Madrid. Os lo confieso: siempre he asentido, siempre he dicho que sí, pero nunca lo he entendido. Una vista de tejados de ciudad… nunca me ha parecido bonita sino artificial, sucia, pobre, triste.

Con el mar al fondo, (estoy imaginándolo ahora) ya sería otra cosa.

Se me ha quedado cierta tristura en los huesos, y rabia, tras este fin de semana (he celebrado mi cumple). En ciertas cosas debo parecer antiguo, o viejo. Me solivianta la falta de respeto que algunos demuestran: invito a un tío recién conocido que acaba de llegar a la ciudad a mi cumple, para que conozca gente, haga contactos… Yo he cambiado de lugares, ciudades, países, y sé lo preciado que es encontrar a alguien que te eche una mano (yo aprecio la hospitalidad: he vivido en mis carnes lo sagrado que es). Le  abro las puertas de mi casa —that's ma' home, mate— y él se pasa el día y la noche pasándose por el forro algunas de las normas naturales de convivencia más básicas. (Mi amigo David discreparía sobre esto de las normas de convivencia más básicas, pero él aún vive en un mundo donde las ideas vuelan aún alto y priman sobre el pie en la tierra. Uno, cuando pasan los años, acaba resolviendo que lo relativo no es, al final, tan relativo: la antropología te enseña lo relativo, te destruye esquemas, y luego te vuelve a enseñar que… eso: lo relativo no lo es tanto, al fin y al cabo.)

Es extraño estar aquí, pantalla iluminada y cursor parpadeando mientras en mis oídos siguen resonando los gritos de estas gaviotas grabadas. En loop. Me siento raro: hay cierta disociación extraña y para evitarla me digo que podría estar escribiendo en mi portátil en la casa en la que viví en Pontevedra, escribiendo al lado de la ventana; o en ese bar del puerto de Vasto, allá en Italia; o en la casa de Lorna, sobre los acantilados de Elgin, en las Highlands. Pero yo ya no sé mentirme. Ni quiero: he aprendido los efectos devastadores que mentirse a uno mismo tiene sobre el alma. Y no quiero volver a pasar por ahí.

Así que miro fuera de la ventana y sé que estoy en mi despacho, que me he tomado un tiempo para escribir y vaciarme aquí, que allí fuera hay edificios y el río y otros edificios. Hay árboles y más edificios aún.

Con el mar al fondo, (estoy imaginándolo ahora) ya sería otra cosa.

Creo que este finde me iré a la playa. A escuchar a las gaviotas.

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