Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y yo nunca soñaba con olores. Me corrijo: yo nunca sueño.
Primero un olor a establo, ligero, casi insinuado. Pero eso tenía que venir desde fuera del sueño, desde algún otro lado donde un Eolo pedorro, caprichoso y burlón tenía que estar divirtiéndose conmigo, porque allí, en el compartimiento de ese tren lanzado hacia Galicia (muy limpio, por cierto) sólo estábamos nosotros dos. Yo era profesor de Antropología Cultural en la Universidad de Madrid, gallego hasta la médula, —de Ourense— y buen entendedor de chorizos y similares, y mi compañero, el profesor Martin Harris, uno de los más conocidos antropólogos americanos. Harris, el Profesor Harris, acababa de llegar de Huston para una gira de conferencias sobre porcofobia y porcofilia en unas universidades españolas. Y yo había sido el encargado de acompañarlo a Coruña. Tal vez por gallego, tal vez por mis cien y algo kilos de chorizos y similares o, tal vez, porque era un sueño. Quién sabe.
El viaje había sido bastante agradable hasta el momento. O hasta el olor. Yo tuve la ocasión de lucir mi más que pasable inglés en una alabanza de Galicia, ese país olvidado y de sus cerdos, jamones y chorizos también tantas veces segregados en el rincón del olvido. Les seré sincero, no soporto el marisco y me precio de buen carnívoro. Nunca conocí a nadie que llegase a los cien —kilos— comiendo marisco. Tal vez el Profesor Harris diera por entendido que la conversación que yo había empezado, se lo juro, por pura cortesía y para que el viaje no se nos hiciese demasiado largo —todos saben lo que es el ferrocarril español— apuntase a sacarle algo de la conferencia que daría al día siguiente en Coruña, porque se lanzó, con un guiño un poco solapado, a la tarea de iluminarme sobre el argumento que yo mismo había sacado a colación.
Les repito: yo nunca sueño con olores. Y sin embargo aquella era una presencia cada vez más insistente. Me corrijo: una tortura, un desgarramiento. Como si en la más absoluta aceptación de aquel engaño onírico —yo nunca fui profesor de universidad— algo se rebelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del sueño.
—¿También usted percibe ese olor a establo?— me apostrofó Harris, interrumpiendo su exposición, tal vez notándome distraído, frunciendo la nariz.
Él también, entonces, se había dado cuenta del olor, —pensé, un poco alarmado—. Acaso pensara que mi capacidad de retener los aires del cuerpo no fuese de las mejores. Me ruboricé.
—Sí, tiene que venir desde fuera— intenté disimular.
Harris me miró entre sorprendido y socarrón, y reanudó el hilo de la conversación que él mismo había interrumpido.
“El enigma del cerdo me parece una buena continuación del de la madre vaca. Nos obliga a tener que explicar por qué algunos pueblos aborrecen el mismo animal al que otros aman. La mitad del enigma que concierne a la porcofobia es bien conocido para judíos, musulmanes y cristianos. El Dios de los antiguos hebreos hizo todo lo posible, en el libro del Génesis y en el Levítico, para denunciar al cerdo como ser impuro, como bestia que contamina a quien lo prueba o toca. Unos milquinientos años más tarde Alá dijo a su profeta Mahoma que el status del cerdo tenía que ser el mismo para los seguidores del islam. El cerdo sigue siendo una abominación para millones de judíos y cientos de millones de musulmanes pese al hecho de que puede transformar granos y tubérculos en proteinas y grasa de alta calidad de una manera más eficiente que otros animales.”
El olor a orina y heces, a podredumbre, era cada vez más fuerte, casi insoportable. Tenía que llegar desde fuera, no podía ser de otra manera, y sin embargo no me atreví a abrir la ventanilla del compartimento para comprobarlo. Galicia estaba todavía lejos y aquello daba toda la impresión de convertirse en una tarde —nunca mejor dicho— de mierda. Harris parecía no percatarse ya de aquel hedor y seguía con la exposición de su conferencia, cortesmente inclinado hacia mí y con el bloque de hojas dactilografado en las manos. Me miró por encima de las gafas y creo poder decir con seguridad que, por un instante, esbozara una sonrisa que me pareció maligna.
“¿Por qué dioses tan sublimes como Yahvé y Alá se han tomado la molestia de condenar a una bestia inofensiva e incluso graciosa, cuya carne le encanta a la mayor parte de la humanidad? Moisés Maimónides, médico de la corte de Saladino, de El Cairo, durante el siglo XIII, nos ha proporcionado una primera explicación naturalista del rechazo judío y musulmán de la carne del cerdo, aduciendo razones médicas que han sido la base de toda investigación antropológica hasta hace pocos años. Pero la explicación de Maimónides adolece de contradicciones e incongruencias teológicas.Al tener que afrontar estas contradicciones, la mayor parte de los teológos judíos y musulmanes van abandonando mano a mano la búsqueda de una base naturalista del aborrecimiento del cerdo.”
El olor se manifestaba como si fuera un puro presente, otro presente, algo como un alrededor de este presente soleado y caluroso en un compartimento de tren donde yo era un profesor de universidad, gallego por más coña, y escuchando la lectura de una conferencia sobre cerdos, una lectura pausada y ritmada por el ruido monótono del tren corriendo a velocidad constante sobre los raíles.
No venía desde fuera, ahora estaba como seguro de eso y cada vez me extrañaba más que Harris no volviera a decirme nada acerca del olor. No parecía preocuparle, tal vez ya ni lo oliese. Recordé su mirada socarrona. Les soy sincero: tuve miedo. Al principio hubiera podido también pasar inadvertido y yo mismo pensé que la alucinación, o lo que fuera, no duraría mucho pero ahora que llevaba unas horas con el olor como llamándome a un descubrimiento o a un despertar, ya no lograba disimular cierto nerviosismo. Disimuladamente empecé a olisquearme. Antes las manos, luego, los sobacos, por fin, fingiendo agacharme para atarme los zapatos, el entrepierna. Me descubrí oliendo a cerdo, y descubrí que los aborrecía. Nunca jamás lo probaría.
Me prometí mentalmente una buena mariscada al llegar a Coruña. Y también un nuevo gel de ducha.
Harris siguió con su lectura:
“Pienso que conoceremos mejor a los porcófobos si volvemos a la otra mitad del enigma, es decir, a los amantes de los cerdos. El amor a los cerdos es lo opuesto al oprobio divino con que cubren al cerdo los musulmanes y judíos. Esta condición no se alcanza simplemente mediante un entusiasmo gustativo por la cocina de la carne del cerdo. El amor a los cerdos es otra cosa. Es un estado de comunión total entre el hombre y el cerdo. Mientras la presencia del cerdo amenaza el status humano de los musulmanes y los judíos, en el ambiente en el que reina el amor a los cerdos la gente sólo puede ser realmente humana en compañía de ellos.”
El olor era insoportable, ahora. Fuerte, demasiado fuerte, como un vaho húmedo, apestoso y axfisiante. Tuve que caer en un sopor profundo. Soñé. Dentro del sueño soñe con un cerdo: era yo. Y con un hombre acariciándome, cebándome y mimándome. Me desperté sudando. Debió de haber durado poco, unos instantes tal vez, porque Harris seguía con su exposición, al parecer sin haberse dado cuenta de lo que me había pasado.
Algo como un rayo partiendo la oscuridad me dió la extraña conciencia de una unidad simultánea de los dos presentes: el del olor y el del tren, —o del sueño— caluroso y rítmico. Recordé una cara que creía desconocida, la cara de un hombre con botas de trabajo y con las manos y los vaqueros manchados de sangre. Se parecía a mi compañero de viaje. Noté que me latía fuerte el corazón, acelerando.
Harris me miró con aire de enterado, notó mi congoja y siguó leyendo:
“El amor a los cerdos incluye criar cerdos como miembros de la famila, dormir junto a ellos, hablarles, acariciarles y mimarles, llamarles por nombre, conducirles con una correa por los campos, llorar por ellos cuando están enfermos o heridos y alimentarlos con bocados selectos de la mesa familiar. Pero, a diferencia del amor a las vacas entre los hindúes, el amor a los cerdos incluye también el sacrificio obligatorio de los cerdos y su consumo en acontecimientos especiales. El Clímax del amor a los cerdos es la incorporación de la carne del cerdo a la carne del anfitrión humano y del espíritu del cerdo al espíritu de los antepasados.”
Intuyó, se sobresaltó, se despertó. El olor había desaparecido y también el calor del compartimento. Había sido todo un sueño. Amanecía y hacía frío. Cuando el señor Harris, el porquerizo, entró en el establo, todavía no tenía los vaqueros y las manos manchadas de sangre. Acababa de despertarse, él también, más temprano que otras veces. Hoy iba a ser un día de fiesta. Hacía frío, pero el aire estaba seco: lo ideal. Al franquear la puerta, el hombre hizo una mueca de disgusto a causa del olor. Cuando el cerdo lo vio, con la correa en una mano y la navaja en la otra, recordó algo, algo confuso.
Fue entonces cuando empezó a gruñir fuerte.
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