4 Apr 2012

De destinos y deseos




Le escribo a una mujer que es esa mujer, la más bella que Leonardo da Vinci pintó.

Es un día de lluvia, aquí en Hispalis. La semana oficial, la del oficio, del despacho que te cuadra el culo, ha dejado el paso a la lentitud de una semana santa marcada por la música rítmica y monótona de la lluvia. ¿Os habéis parado a pensar alguna vez, Vos, Signora Mia, cuántos billones de gotas caen sobre este trozo de mundo cada vez que las nubes se deshacen en lluvia?

La vida, aquí en esta ciudad de este Sur lento —en el que estos días se mezclan los aromas del azahar con el incienso que se deshace en espirales blanquecinas y empalagosas— está marcada por el ritmo de los martillos que caen sobre el hierro de los andamios bajos que soportan las gradas. Esas gradas que en estos días son ocupadas por una muchedumbre falsamente fervorosa que resistirá lluvia, hambre, monos de Cruzcampo y urgentísimas ganas de mear para poder ver pasar unas viejunas estatuas de madera que llevan siglos soportando los más abstrusos e inverosímiles nombres de cristos y vírgenes cuya nomenclatura parece a veces salida de un ejercicio poético hecho entre Buñuel y Dalí en una noche  de absenta y absentismo mental. (El otro día, en esta Sevilla cuyo deporte nacional es el intento de ser gracioso y el cruzcampismo extremo pasé delante de una iglesia donde había un cartel que rezaba «Virgen Santísima del Subterráneo». Así como lo leéis aquí, Vos que tan lejos estáis, y a quien se dirige esta carta.)

Signora Mia, que tan lejos estáis, el que os escribe esta noche olfatea el aire y se inebria con el perfume de las flores de naranjo, que tanto contraste hace con el hedor que este servidor vuestro rezuma: desde que Vos me tocaste el espíritu he dejado de lavarla esta alma mía, y con ella mi cuerpo, que no ha visto el agua en las últimas semanas (creo que me toca ya, porque llevo días sin poder percibir ya vuestro aroma, aunque lo tengo tan grabado en la memoria que podría seguir así para siempre. Mi compañera de despacho no opina lo mismo, debo admitir).

La estación ha empezado con un cruce de senderos. Un sendero que, tras un año de camino, un año después que este servidor vuestro osara cruzar con su paso inestable y muletante (por entonces no podía mantenerme de pie) el camino que Vos teníais ya trazado, os ha traído a pisar el suelo de esta antigua ciudad, y a cruzar el umbral de mi hogar.

Como se puedan cruzar los destinos no nos es dado —nunca— saber. Uno camina, y el sendero que recorre es un sendero del deseo. Y el deseo, ése que en la mayor parte de los casos guía nuestros pasos en la vida, se origina siempre de una carencia, de algo que no tenemos.  Y la concepción del deseo como carencia siempre vincula el deseo a un objeto (deseo esto, o aquello, a esta mujer, un piso con azotea...). Uno cree desear, siempre, lo que es bueno, o por lo menos lo que cree que es bueno para él, lo que le va a dar —una vez obtenido— esa felicidad de la que carece. Y lo que es bueno, lo que cree uno que está en la categoría "bueno", le viene a uno de categorías que ha definido él mismo, sino de una imposición que se debe a múltiples factores: la educación en su sentido más amplio: la sociedad en la que ha vivido, lo que se le ha enseñado acerca de lo que es bueno y malo y deseable/no deseable.

Suele decirse que es difícil obtener lo que se desea.

Al contrario, decía Deleuze —cuya lectura tengo que agradecer a mi amiga Margherita y, más recientemente a mi amigo Joao Sinietro— que cuando deseamos no deseamos un objeto, sino un conjunto. Y que hablamos, paradójicamente, de manera abstracta cuando decimos que deseamos este o aquel objeto, porque nuestro deseo siempre es concreto, siempre es el deseo de un conjunto (espacial, geográfico, temporal, concreto). Decía Deleuze, por ejemplo, que cuando deseamos una mujer (o un hombre) no deseamos una mujer o un hombre sino «esa» mujer (o ese hombre) y todos los paisajes, los encuentros, todos los libros, las ciudades, los tés, las rebanadas de pan con aceite y tomate, y los sueños, y los paseos que se dan en ella, que están enrollados, mezclados en ella. Y desearla, quererla (ese verbo hispánico que mezcla el querer y el amar), es desear desenrollar, des-mezclar, y mezclarse con, participar de de todos esos paisajes, esos encuentros, esos libros, ciudades, tés, rebanadas de pan con aceite y tomate, sueños, paseos.   «C'est toujours avec des mondes que l'on fa l'amour». Eso es: «con mundos es con lo que siempre hacemos el amor». Y ese mundo lo fabricamos nosotros. Somos nosotros quienes disponemos esos elementos (esos paisajes, esos encuentros, esos libros, ciudades, tés, rebanadas de pan con aceite y tomate, sueños, paseos), los colocamos uno al lado del otro, los concatenamos, producimos no el objeto sino «el mundo» de nuestro deseo. Y entonces lo que es verdaderamente difícil no es conseguir lo que se desea, sino desear, en si mismo. Porque desear impica la construcción misma del deseo (¿cuántas veces sentimos que deseamos algo, pero no sabemos exactamente lo que deseamos?)

En el El Castillo de los destinos cruzados, se encuentran y cruzan destinos y deseos. Como ocurre en ese castillo que Calvino trajo a nuestras manos, los tarots se descubren uno a uno, y uno nunca sabe cuál será el siguiente.



Mia Signora. Me agrada pensar que en la personalísima construcción de Vuestro deseo, el destino os haya llevado a cruzar, aunque por pocas horas, este otro sendero mío, a mezclaros con la construcción de este otro castillo que es mi propio deseo. Conoceros ha sido un regalo de belleza y alegría.  

Quién sabe, tal vez el siguiente tarot sea un tres de bastos.

En ese caso, habrá viajes, y empresas, y tal vez lleguemos, al final —cuando todas las cartas estén boca arriba y ese entramado de cartas dibuje la Ciudad del  Todo— a ese lugar
«donde todos los destinos y los deseos se encuentran, donde todas las partes se unen, las elecciones se equilibran, donde se llena el vacío entre los que nos esperamos [nuestros deseos] y lo que nos toca [...] donde sólo se nos admite por medio de una elección y un rechazo, aceptando una parte, y renunciando al resto.»


Os desea, desde lo más lejos,

Vuestro servidor

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