Somos ya pocos los que sabemos que la madre del ministro quería abortar. Yo trabajaba en el hospital, de mozo, limpiando, y se lo oí decir muchas veces.
Decía, la madre
del ministro, que odiaba "esa cosa" (lo decía, así, sin preposición:
sentía que aquéllo que llevaba ahí dentro no tenía ni el menor atisbo de
humanidad), y que Dios la perdonara, pero que aquello no lo quería, que
llevaba dentro un veneno, un engendro, algo asqueroso. Que ella lo que había querido era un hijo, y no esa cosa que llevaba en la barriga. A escondidas del
marido, decía, comía enteros manojos de perejil y luego se pegaba hostias a la barriga, esperando que aquéllo
muriera y se le provocara un aborto.
Luego se persignaba, dice, y
rezaba, pidiendo perdón al Todopoderoso y preguntándole que por qué, por
qué a ella, que por favor, por favor, sácame esto de aquí, ¿por qué me
das esta cruz?
Pero la cruz, decía la madre del
ministro, la tuvo que llevar hasta al final. Hasta el final de mi vida,
decía, tendré que llevarla. Y aquello nació. Y como cruz que era, decía
la madre del ministro, nació aquello cruzado.
Se
lo veía en los ojos, decía la madre del ministro. Se lo empecé a ver en los ojos
desde que nació: desde su primera mirada supe que él lo sabía, que sabía que era yo quien le daba
puñetazos a través de mi barriga. Se lo veía en los ojos que me odiaba. Igual que yo le odiaba a él. Se me fue
la leche, tenía los pezones en carne viva por las mordeduras de aquél engendro y aquéllo,
dios mío, me lamía la sangre. Se lo dije al cura y me dio cuarenta Ave
Marías y cuarenta Padre Nuestros.
Eso decía la madre del ministro.
Dicen
algunos, ahora (ahora que la mitad calla y la otra mitad espera en
silencio o sólo comenta la situación en voz baja y en casas de amigos y
confiados, ahora que todo lo feo ha ocurrido), dicen algunos que es por
eso que el ministro odiaba a las mujeres y creía que eran cosas y que
como cosas había que tratarlas, que pegaba a su mujer y que le habría
gustado pegarlas a todas. Ahora que las mujeres ya no pueden votar y
deben por ley obedecer a los maridos y pasar la primera noche de bodas
en una de las casas de los doce hijos del ministro —tal y como dice la
Nueva Biblia Reformada, que hace de texto sagrado amén que de
Constitución— ahora, en las noches de invierno, cuando nos reunimos en
los sótanos a la luz de las velas (hay que apagar la luz a las 10 y
media, hay que mantener las persianas siempre abiertas y cualquier tenue
halo de luz puede significar la visita intempestiva de la Brigada), cuando llega el momento de los cuentos, las madres, que son las encargadas —por ley— de ocuparse de los retoños, les cuentan a los niños que hay una palabra que no deben
pronunciar nunca, pues está prohibida. Y les cuentan que esa palabra
que han oído quién sabe dónde y que preguntan qué es, no es, como dice
papà, "algo que se puede comer pero que ya no existe", sino una palabra
mágica que hace que vengan los malos de la Brigada para llevarse a mamá y
papá, si se la oyen decir en la escuela.
Porque ésa
palabra, "trauma", es la palabra que no le gusta oír al ministro, que le
pone furioso, le transforma en algo muy feo. La psicóloga que, justo al
comienzo de "todo lo feo", había publicado un artículo diciendo que el
ministro tenía un fuerte trauma infantil, probablemente prenatal, por el
que había desarrollado varios complejos y síndromes al mismo tiempo (de
Faetón, de Zeus, de Cronos, y la variante de Edipo Violador) fue
encarcelada, torturada y justiciada al garrote vil.
Cuando las
velas se apagan, los niños se agarran a las faldas de la madre (a las
mujeres les está prohibido llevar pantalones, ahora) y se van a la cama
temblando. Antes de irnos a la cama, a los maridos nos hacen una paja,
porque así estamos tranquilos, que hijos ya hay demasiados y ahora que
incluso han prohibido la venta del film transparente (las parejas lo
utilizaban como preservativo, desde que aquellos se prohibieron) hay que
cortarse un poco.
Una vez al mes lo hacemos por detrás.
Pero no es lo mismo.
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* Relato de ficción. Cualquier parecido de este relato con la realidad es mera coincidencia. De la misma manera, cualquier inferencia, deducción, conclusión, ilación, conexión, relación, derivación o conclusión que el lector pudiera crear y/o inferir a partir de este relato de ficción es producto de la mente y de la imaginación del propio lector.