5 Mar 2011

Sueños Cochinos

(relato para antropólogos) 


Algo oído en un tren, hace tiempo


Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y yo nunca soñaba con olores. Me corrijo: yo nunca sueño.

Primero un olor a establo, ligero, casi insinuado. Pero eso tenía que venir desde fuera del sueño, desde algún otro lado donde un Eolo pedorro, caprichoso y burlón tenía que estar divirtiéndose conmigo, porque allí, en el compartimiento de ese tren lanzado hacia Galicia (muy limpio, por cierto) sólo estábamos nosotros dos. Yo era profesor de Antropología Cultural en la Universidad de Madrid, gallego hasta la médula, —de Ourense— y buen entendedor de chorizos y similares, y mi compañero, el profesor Martin Harris, uno de los más conocidos antropólogos americanos. Harris, el Profesor Harris, acababa de llegar de Huston para una gira de conferencias sobre porcofobia y porcofilia en unas universidades españolas. Y yo había sido el encargado de acompañarlo a Coruña. Tal vez por gallego, tal vez por mis cien y algo kilos de chorizos y similares o, tal vez, porque era un sueño. Quién sabe.

El viaje había sido bastante agradable hasta el momento. O hasta el olor. Yo tuve la ocasión de lucir mi más que pasable inglés en una alabanza de Galicia, ese país olvidado y de sus cerdos, jamones y chorizos también tantas veces segregados en el rincón del olvido. Les seré sincero, no soporto el marisco y me precio de buen carnívoro. Nunca conocí a nadie que llegase a los cien —kilos— comiendo marisco. Tal vez el Profesor Harris diera por entendido que la conversación que yo había empezado, se lo juro, por pura cortesía y para que el viaje no se nos hiciese demasiado largo —todos saben lo que es el ferrocarril español— apuntase a sacarle algo de la conferencia que daría al día siguiente en Coruña, porque se lanzó, con un guiño un poco solapado, a la tarea de iluminarme sobre el argumento que yo mismo había sacado a colación.

Les repito: yo nunca sueño con olores. Y sin embargo aquella era una presencia cada vez más insistente. Me corrijo: una tortura, un desgarramiento. Como si en la más absoluta aceptación de aquel engaño onírico —yo nunca fui profesor de universidad— algo se rebelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del sueño.

—¿También usted percibe ese olor a establo?— me apostrofó Harris, interrumpiendo su exposición, tal vez notándome distraído, frunciendo la nariz.

Él también, entonces, se había dado cuenta del olor, —pensé, un poco alarmado—. Acaso pensara que mi capacidad de retener los aires del cuerpo no fuese de las mejores. Me ruboricé.

Sí, tiene que venir desde fuera— intenté disimular.

Harris me miró entre sorprendido y socarrón, y reanudó el hilo de la conversación que él mismo había interrumpido.

“El enigma del cerdo me parece una buena continuación del de la madre vaca. Nos obliga a tener que explicar por qué algunos pueblos aborrecen el mismo animal al que otros aman. La mitad del enigma que concierne a la porcofobia es bien conocido para judíos, musulmanes y cristianos. El Dios de los antiguos hebreos hizo todo lo posible, en el libro del Génesis y en el Levítico, para denunciar al cerdo como ser impuro, como bestia que contamina a quien lo prueba o toca. Unos milquinientos años más tarde Alá dijo a su profeta Mahoma que el status del cerdo tenía que ser el mismo para los seguidores del islam. El cerdo sigue siendo una abominación para millones de judíos y cientos de millones de musulmanes pese al hecho de que puede transformar granos y tubérculos en proteinas y grasa de alta calidad de una manera más eficiente que otros animales.”

El olor a orina y heces, a podredumbre, era cada vez más fuerte, casi insoportable. Tenía que llegar desde fuera, no podía ser de otra manera, y sin embargo no me atreví a abrir la ventanilla del compartimento para comprobarlo. Galicia estaba todavía lejos y aquello daba toda la impresión de convertirse en una tarde —nunca mejor dicho— de mierda. Harris parecía no percatarse ya de aquel hedor y seguía con la exposición de su conferencia, cortesmente inclinado hacia mí y con el bloque de hojas dactilografado en las manos. Me miró por encima de las gafas y creo poder decir con seguridad que, por un instante, esbozara una sonrisa que me pareció maligna.

“¿Por qué dioses tan sublimes como Yahvé y Alá se han tomado la molestia de condenar a una bestia inofensiva e incluso graciosa, cuya carne le encanta a la mayor parte de la humanidad? Moisés Maimónides, médico de la corte de Saladino, de El Cairo, durante el siglo XIII, nos ha proporcionado una primera explicación naturalista del rechazo judío y musulmán de la carne del cerdo, aduciendo razones médicas que han sido la base de toda investigación antropológica hasta hace pocos años. Pero la explicación de Maimónides adolece de contradicciones e incongruencias teológicas.Al tener que afrontar estas contradicciones, la mayor parte de los teológos judíos y musulmanes van abandonando mano a mano la búsqueda de una base naturalista del aborrecimiento del cerdo.”
El olor se manifestaba como si fuera un puro presente, otro presente, algo como un alrededor de este presente soleado y caluroso en un compartimento de tren donde yo era un profesor de universidad, gallego por más coña, y escuchando la lectura de una conferencia sobre cerdos, una lectura pausada y ritmada por el ruido monótono del tren corriendo a velocidad constante sobre los raíles.
No venía desde fuera, ahora estaba como seguro de eso y cada vez me extrañaba más que Harris no volviera a decirme nada acerca del olor. No parecía preocuparle, tal vez ya ni lo oliese. Recordé su mirada socarrona. Les soy sincero: tuve miedo. Al principio hubiera podido también pasar inadvertido y yo mismo pensé que la alucinación, o lo que fuera, no duraría mucho pero ahora que llevaba unas horas con el olor como llamándome  a un descubrimiento o a un despertar, ya no lograba disimular cierto nerviosismo. Disimuladamente empecé a olisquearme. Antes las manos, luego, los sobacos, por fin, fingiendo agacharme para atarme los zapatos, el entrepierna. Me descubrí oliendo a cerdo, y descubrí que los aborrecía. Nunca jamás lo probaría.
Me prometí mentalmente una buena mariscada al llegar a Coruña. Y también un nuevo gel de ducha.
Harris siguió con su lectura: 
“Pienso que conoceremos mejor a los porcófobos si volvemos a la otra mitad del enigma, es decir, a los amantes de los cerdos. El amor a los cerdos es lo opuesto al oprobio divino con que cubren al cerdo los musulmanes y judíos. Esta condición no se alcanza simplemente mediante un entusiasmo gustativo por la cocina de la carne del cerdo. El amor a los cerdos es otra cosa. Es un estado de comunión total entre el hombre y el cerdo. Mientras la presencia del cerdo amenaza el status  humano de los musulmanes y los judíos, en el ambiente en el que reina el amor a los cerdos la gente sólo puede ser realmente humana en compañía de ellos.”
El olor era insoportable, ahora. Fuerte, demasiado fuerte, como un vaho húmedo, apestoso y axfisiante. Tuve que caer en un sopor profundo. Soñé. Dentro del sueño soñe con un cerdo: era yo. Y con un hombre acariciándome, cebándome y mimándome. Me desperté sudando. Debió de haber durado poco, unos instantes tal vez, porque Harris seguía con su exposición, al parecer sin haberse dado cuenta de lo que me había pasado.
Algo como un rayo partiendo la oscuridad me dió la extraña conciencia de una unidad simultánea de los dos presentes: el del olor y el del tren, —o del sueño— caluroso y rítmico. Recordé una cara que creía desconocida, la cara de un hombre con botas de trabajo y con las manos y los vaqueros manchados de sangre. Se parecía a mi compañero de viaje. Noté que me latía fuerte el corazón, acelerando.
Harris me miró con aire de enterado, notó mi congoja y siguó leyendo:
“El amor a los cerdos incluye criar cerdos como miembros de la famila, dormir junto a ellos, hablarles, acariciarles y mimarles, llamarles por nombre, conducirles con una correa por los campos, llorar por ellos cuando están enfermos o heridos y alimentarlos con bocados selectos de la mesa familiar. Pero, a diferencia del amor a las vacas entre los hindúes, el amor a los cerdos incluye también el sacrificio obligatorio de los cerdos y su consumo en acontecimientos especiales. El Clímax del amor a los cerdos es la incorporación de la carne del cerdo a la carne del anfitrión humano y del espíritu del cerdo al espíritu de los antepasados.”
Intuyó, se sobresaltó, se despertó. El olor había desaparecido y también el calor del compartimento. Había sido todo un sueño. Amanecía y hacía frío. Cuando el señor Harris, el porquerizo, entró en el establo, todavía no tenía los vaqueros y las manos manchadas de sangre. Acababa de despertarse, él también, más temprano que otras veces. Hoy iba a ser un día de fiesta. Hacía frío, pero el aire estaba seco: lo ideal. Al franquear la puerta, el hombre hizo una mueca de disgusto a causa del olor. Cuando el cerdo lo vio, con la correa en una mano y la navaja en la otra, recordó algo, algo confuso.

Fue entonces cuando empezó a gruñir fuerte.

2 Mar 2011

Una lunga pausa

È stata una lunga pausa, la mia. In un certo senso, è iniziata quando S. uscí dalla mia vita (la notte prima della discussione della tesi, con una chiamata Italia-Spagna, una di quelle che ci facevamo ogni due settimane —chiamavo io). S. rientró, a sprazzi, e ne uscí allo stesso modo.

Io avevo i suoi quadri, quelli che mi aveva regalato. Li ho ancora. Non fanno più male, ma ci sono notti, come quella di oggi, in cui i barattoli di pigmenti, l'odore di acrilico e le sue dita e la faccia sporca di arcobaleni acrilici (ma sei sicura di star dipingendo sulla tela?) ritornano come un vecchio blues che ha perso la forza di farti piangere ma che accogli come un vecchio compagno, ormai, con il quale ti sei riconciliato.

Quel giorno S. mi disse che a casa sua non avevano carbone per la caldaia (4 figli, tutti all'università e la madre —marito perso in un accidente quando S aveva un anno— che sbarcava il lunario con un chiosco di caramelle e panini fatti in casa per gli studenti della scuola del paese) per cui l'inverno sarebbe stato complicato. Dietro la casa di S. c'era un boschetto di eucalipti, un pezzetto di terra che il nonno aveva dato alla madre. Io non avevo una lira. Traduzioni non ne arrivavano e quelle che arrivavano servivano per, ogni tanto, fare un po' di spesa e così lavarmi (senza sapone) la coscienza e raschiarmi di dosso il sentimento di stare scroccando pranzi e cene (e letto). Rimanevano sempre delle macchie. 

Ebbi un idea e chiamai M., l'amico, il mio amico pescatore, tassista, con una laurea in legge che non avrebbe mai portato a termine perché bisognava andare con il padre e la barca tutti i giorni. L'amico che mi regalaba pace, lo avrei ascoltato per ore. Chiedemmo permesso alla madre di S. di tagliare un po' di eucalipti: la caldaia funzionava anche a legna. Le si illuminarono gli occhi: non ci aveva pensato... cosí come non aveva pensato a come eliminare i ratti da casa (il gatto da solo non ce la faceva, cosicché un giorno comprai del cemento e mi misi a cercare i buchi da dove entravano, e li tappai, improvvisandomi muratore).

M. e io passammo due giorni a tagliare alberi, sfrondarli e tagliarli di nuovo a misura della porticina della caldaia. E C., la madre di S. cucinò come non aveva mai fatto: due giorni di banchetto.

Seppi che la legna non era bastata per tutto l'inverno, mesi dopo, quando ero andato già via e S. era con me in Italia, in una casa con riscaldamento (caldaia a legna, pure, ma svedese, di quelle che quasi non lasciano cenere, tanto sono efficienti) e c'era la neve, e S. indossava il mio giaccone perché con il suo aveva freddo. No, non era casa mia, io continuavo a vivere di libri e una vita prestata (grazie G.) e a chiedere soldi ai miei, che si consumavano le mani per farmi studiare (grazie mille volte). Era il 1998. Un secolo fa.

La Grande Pausa iniziò più o meno allora, quando S.tornò in Spagna e io iniziai a ricevere meno lettere (e a scriverne di più). Pochi mesi dopo ero kappaò. Era bastata una telefonata.

Oggi, tredici anni dopo, ho rivisto un po' di foto. 

Ma ho deciso di scrivere in italiano. Era tanto che non lo facevo.

.

1 Mar 2011

Night poems

Tonight, after having a nice conversation with E. in Facebook (even though FB chat is a real shit for chatting with a friend) while we were (both of us) smooking, on the both sides of this strange invisible thin thread which connects us at 500 km distance (do not think that: I don't smoke such stuff... it's illegal!), I wanted to read some poems I really like, to whom I go back now and again.

I just want to share this with you all.


The world below the brine
(Walt Whitman)

Forests at the bottom of the sea, the branches and leaves,
Sea-lettuce, vast lichens, strange flowers and seeds, the thick tangle openings, and pink turf,
Different colors, pale gray and green, purple, white, and gold, the play of light through the water,
Dumb swimmers there among the rocks, coral, gluten, grass, rushes, and the aliment of the swimmers,
Sluggish existences grazing there suspended, or slowly crawling close to the bottom,
The sperm-whale at the surface blowing air and spray, or disporting with his flukes,
The leaden-eyed shark, the walrus, the turtle, the hairy sea-leopard, and the sting-ray,
Passions there, wars, pursuits, tribes, sight in those ocean-depths, breathing that thick-breathing air, as so many do,
The change thence to the sight here, and to the subtle air breathed by beings like us who walk this sphere,
The change onward from ours to that of beings who walk other spheres.


The Lake Isle of Innisfree
 (W. B. Yeats)


I WILL arise and go now, and go to Innisfree,
And a small cabin build there, of clay and wattles made;
Nine bean rows will I have there, a hive for the honey bee,
      And live alone in the bee-loud glade.

And I shall have some peace there, for peace comes dropping slow
Dropping from the veils of the morning to where the cricket sings;
There midnight's all a glimmer, and noon a purple glow,
      And evening full of the linnet's wings.

I will arise and go now, for always night and day
I hear lake water lapping with low sounds by the shore;
While I stand on the roadway, or on the pavements gray,
      I hear it in the deep heart's core.



(I know I've already published this one in a post, but it's so paceful...)

And this last one, to someone of whom I believed so many times "she's finally come". While, on the contrary, it was me the one who was late.

Among the multitude
(Walt Whitman)


Among the men and women the multitude,
I perceive one picking me out by secret and divine signs,
Acknowledging none else, not parent, wife, husband, brother, child, any nearer than I am,
Some are baffled, but that one is not--that one knows me.
Ah lover and perfect equal,
I meant that you should discover me so by faint indirections,
And I when I meet you mean to discover you by the like in you.

.