Ahora que lo escribes, aquí donde todo pasa bajo el signo de una implacable ruptura, en este tiempo bajo tierra con olor a espeso y a alientos encerrados (huele mal, muy mal), ahora se te ocurre que no hay nada de extraño, que todo eso tenía que ocurrir así.
Y sin embargo a ti sólo una cosa te extrañó, al comienzo: el saber que estabas pensando; eso, sí, que estabas pensando tal y como lo hacías antes —aquel algo que no era propiamente un antes sino un otro— y además con el mismo yo del antes u otro, con el mismo nombre (tú a ti mismo siempre te has llamado tú) con el mismo vocabulario y el mismo idioma e incluso los recuerdos, la memoria de las caras. Y la nostalgia. Y te pareció fuera de lugar que las cosas, incluso ahora, siguieran doliendo. Porque, claro, todo esto pertenecía al antes, o a lo otro, por llamarlo de alguna forma.
Decidiste que no valía la pena y te fuiste, hace unos días. O unas semanas (aquí es tan difícil eso del tiempo). Pero eso, los motivos, las razones, es material para otra historia. U otro relato, que al fin y al cabo da lo mismo. Cómo decirlo, no es que ya no te gustaran las estaciones, el sol o la nieve, o los colores o el pelo crespo y suave del sexo de Michelle, a veces las hojas secas del Retiro en noviembre. Siempre te gustó arrellanarte en el sofá toda una tarde, cigarro, coñac y unos relatos y mirar de vez en cuando ese cielo azul, tan azul el cielo de Madrid cuando hacía frío. Pero sabías de antemano que siempre, inevitablemente, llegaría esa sensación, esa pregunta, ese para qué. Como si todo estuviera ya escrito, como si nada importara de veras, como si la verdad estuviera en otro sitio. De eso siempre hablabas con el Bebo: te daba por culo la sola idea —más bien una sensación, algo como un temblor en la barriga y una pesadez de ojos— de la existencia de un final preestablecido, esa falta ya escrita de fantasía y de libertad, ese ciclo determinado de antemano y, al mismo tiempo esa perruna convicción de que todos pudiéramos elegir.
Y sin embargo a ti sólo una cosa te extrañó, al comienzo: el saber que estabas pensando; eso, sí, que estabas pensando tal y como lo hacías antes —aquel algo que no era propiamente un antes sino un otro— y además con el mismo yo del antes u otro, con el mismo nombre (tú a ti mismo siempre te has llamado tú) con el mismo vocabulario y el mismo idioma e incluso los recuerdos, la memoria de las caras. Y la nostalgia. Y te pareció fuera de lugar que las cosas, incluso ahora, siguieran doliendo. Porque, claro, todo esto pertenecía al antes, o a lo otro, por llamarlo de alguna forma.
Decidiste que no valía la pena y te fuiste, hace unos días. O unas semanas (aquí es tan difícil eso del tiempo). Pero eso, los motivos, las razones, es material para otra historia. U otro relato, que al fin y al cabo da lo mismo. Cómo decirlo, no es que ya no te gustaran las estaciones, el sol o la nieve, o los colores o el pelo crespo y suave del sexo de Michelle, a veces las hojas secas del Retiro en noviembre. Siempre te gustó arrellanarte en el sofá toda una tarde, cigarro, coñac y unos relatos y mirar de vez en cuando ese cielo azul, tan azul el cielo de Madrid cuando hacía frío. Pero sabías de antemano que siempre, inevitablemente, llegaría esa sensación, esa pregunta, ese para qué. Como si todo estuviera ya escrito, como si nada importara de veras, como si la verdad estuviera en otro sitio. De eso siempre hablabas con el Bebo: te daba por culo la sola idea —más bien una sensación, algo como un temblor en la barriga y una pesadez de ojos— de la existencia de un final preestablecido, esa falta ya escrita de fantasía y de libertad, ese ciclo determinado de antemano y, al mismo tiempo esa perruna convicción de que todos pudiéramos elegir.
—La gente se va imaginando los porqués y los para qué— le dijiste una vez al Bebo — se los inventa, y muchas veces tan minuciosamente que parece obvio, casi natural, caer en la religión o incluso en la mitología, o en algún sucedáneo. Mira tú el David, tuvo su crisis chunga, y todos pensaban que uno de estos días se tiraría por la ventana o haría alguna tontería, y al final salió, volviéndose un friki de las pelis de serie zeta. Carla se fue de voluntaria a África y allí sigue. Silvia marchó a la India, volvió, y ahora se pasa el día meditando, con una media sonrisa estampada en la cara. ¿Y tú crees que eso es elegir? ¿Y para qué?
Y si embargo, ahora que lo piensas, aceptarlo o no habría dado lo mismo: al final todos seguíamos esperando respuestas que el paso de las mañanas o de los años nos irían dando: ingresar pasivamente en cada almuerzo con olor a tomate frito y cebolla o pescado; comentar lo que se había dicho en la reunión de la mañana en la editorial sobre los diseños de cubiertas de la colección, mientras hojeabas las propuestas; encender el cigarro con las promesas de dejarlo, porque claro eso mata; pedir una caña más con la ciudad ahí fuera; las tres y media y tener que volver a la reunión, mientras Lucas y Julia se besaban como si fueran adolescentes (casados los dos, maldita sea). Todo como una película: aquí un vacío de palabras, más adelante las imágenes que se escapan y nosotros como personajes con la ilusión de no estar actuando en un papel.
Ese fin de semana lo habíais pasado juntos, pateando las calles y los bares. El Bebo acababa de llegar de Italia y tú tenías que enseñarle la ciudad, el Madrid de otoño, el Retiro. El Bebo era escritor y le gustaban las hojas secas.
Andaba un poco enojado porque él había debido de dejar de fumar por lo del asma, mientras que tú seguía con un paquete de Lucky al día y, a cada rato, el viento le echaba tu humo en la cara.
—Eso te matará —te dijo.
—No es eso, Bebo, deberías saberlo— dijiste con una sonrisa medio socarrona.
El Bebo se hizo escritor robándote un relato, el único que tú habías escrito en toda tu vida. Eso sí, hasta ahora, hasta que tu muerte te devolviese una por lo menos parcial comprensión del juego. Un relato sacado de tus entrañas años atrás, en una tarde amarillenta y jadeante de agosto en Palermo, allí en casa del Bebo. Ahora ya era más difícil hablar de eso con el Bebo, de eso que había ido mezclándose con otras historias que la vida, o uno mismo, había ido agregando: historias a base de recuerdos menores, de mentiras mínimas que tejen y tejen su telaraña para lograr la manta del olvido. Tal vez de eso ya no se acordara el Bebo, de alguna manera se lo había perdonado a sí mismo. Y todo hay que decirlo: tú nunca tuviste madera de escritor. Por algo acabaste siendo editor.
—¡Mira! —casi gritó el Bebo— ¡Cuántas hojas! ¡Madrid es maravillosa!—.
«Maravillosa». Italiano tenía que ser. Maravilloso, Bebo, maravilloso, en masculino. El Bebo se revolcaba en una alfombra de hojas secas. El Retiro estaba casi vacío para ser un fin de semana. Te dio por imaginarme la cara del Bebo cuando se diera cuenta de esta convergencia al pronunciar esas palabras que dijo el día de mi entierro: su cuento —tu cuento— y este otro.
Tal vez el Bebo ya ni se acordara de su plagio pero aquella tarde en Palermo, al leer tu relato, te dijo que en aquel perfecto dibujo de líneas repitiéndose había encontrado algo raro, como si ese cansancio que el protagonista le tenía a la vida, ese disgusto a las estaciones, al pelo crespo y suave de su novia y a las hojas secas bajo sus zapatos en el Retiro de noviembre, tuviera algo de no acabado, de prefiguración, de representación anticipada. Sin embargo —añadió con una mueca— no es que la historia fuera muy original: al fin y al cabo, había muchos que se suicidaban por ese mismo aburrimiento que le tenían a todo, esa saciedad de porqués sin causas ni fines que sus minuciosas imaginaciones les habían proporcionado. Al final, tiempo después, la publicó como suya. Eso no se lo perdonaste.
A ti te encontraron cinco días después de que el Bebo se marchara (con tu sobre en su mano «para que tengas algo que leer en el avión») tendido en la cama con las venas cortadas. No supiste encontrar una manera más limpia. Lo que alarmó a la portera fue el olor.
Con tu entierro comenzó el desenlace. «Que la historia copiase a la historia —dijo el Bebo en ocasión del sepelio— era ya suficientemente pasmoso. Que la historia copiara a la literatura —en su mano tus dos relatos: el primero y el último: éste— era inconcebible». Una luz brilló en sus ojos. No había nada más que comprender.
El Bebo se pegó un tiro una semana más tarde.
Porque, al fin y al cabo, así estaba escrito.
2 comments:
Todo hay que decirlo: éste fue mi primer cuento. El primero en absoluto, escrito hace ya unos cuantos años. Y se ve. Pero hoy se me ocurrió darle una mano de pintura. No es que haya cambiado mucho, pero allí lo tenéis. Lo que da de sí tener que estar solo en casa con una pierna rota.
Caro Cosmopato: te recuerdo perfectamente, a tu voz y tu relato. Y los miles de hojas. Gracias por recuperarlo, todo. Y que haya más.
Abrazos mil
Cosmopato Martín
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