No te voy a hablar de Salinger, no, porque no es eso lo que me has pedido. Pero si lo voy a hacer a su manera. Mira, si en serio quieres que te lo cuente, que te cuente por qué me gustan ciertos libros, lo primero que vas a querer saber es dónde nací, y cómo fue mi jodida infancia, y qué hacían mis padres antes de tenerme y toda esa mierda a lo David Copperfield, pero la verdad es que no tengo ganas de ponerme a hablar de eso.
Lo que sí te voy a decir es que en esto de escribir uno llega siempre tarde. Será que la palabra es así, que llega al papel sólo después de haber dado vuelta en las circunvoluciones de esa masa gris y pegajosa que voy paseando bajo el gorro croata, pero el hecho es ése: uno llega —siempre— tarde.
Me dijiste que te contara algo sobre esos que llaman «escritores fantasma» y me ha bastado una vuelta por la Red para ver que todos se han puesto a hablar de lo mismo. Y, perdóname, pero yo no te voy a escribir otro articulito sobre el agua caliente. Basta que teclees «escritores fantasmas» en Google. ¿Que no sabes quiénes son? De hecho, por eso son fantasmas: ellos mismos se esconden. De ti, y de todos los que les van persiguiendo. Ahora, te soy franco: a mí no me importa lo más mínimo ignorar cuáles son los verdaderos nombres o las caras actuales de WuMing, J. D. Salinger, Cormac McCarthy o Thomas Pynchon, y si les cuesta mucho escribir, o lo que piensan de lo que pasa en Libia —las opiniones sobran, y los cabreos también—, o si han votado por Obama y si lo volerán a votar, o si se decantarán por otro emperador. Es más, creo que con respecto a eso deberíamos quedarnos así, ignorando (que es gerundio) o ignorantes (que no es adjetivo sino participio presente). Esto es discutible, por supuesto, pero por si opinas lo contrario, te dejo un frasecita de otro gran fantasma, Patrick Süskind (El perfume):
«La ignorancia no tiene nada de vergonzoso, la mayor parte de los hombres ve en ella la felicidad. Y, de hecho, es la única felicidad posible en este mundo. No la rechacéis a la ligera».
Y sin embargo... Mira, por ejemplo, lo que dice El País en un articulito ya viejo 17/12/07 (el enésimo artículo sobre Pynchon, McCarthy, Salinger, WuMing y el «nuestro» Víctor Salero): «[...] ejemplos de la nueva crisis de la autoría. [...] experiencias surgidas en estos nuevos tiempos en los que las historias interesan más que las firmas que las crean». Y te pregunto: ¿es que en algún momento de la Historia —y de las historias— las firmas han interesado más que las historias mismas?
No sé a ti, pero a mi lo único que me interesa es precisamente eso: sus historias (las que cuentan, entiéndeme bien). Esas historias en la que uno se pierde, se cabrea, se ríe, se desintegra... Por ejemplo, ¿te has leído algún libro de Thomas Pynchon? Yo qué sé, La subasta del lote 49 o El arcoiris de la gravedad o Mason y Dixon... Mira, cuando lo empiezas a leer... te desconcierta. Como te desconciertan todos esos escritores maximalistas —Mann, Faulkner, Bulgakov, Cortázar, Proust—, y te pasa lo mismo que con ellos: entrar te cuesta, pero enseguida lo que pasa es que no quieres salir.
No sabría decirte, pero al mismo tiempo es como mezclar la locura marina de Melville con las enajenaciones holliwoodianas de Nathanael West mientras éste se pone a escupir verdades exorbitantes con el virus lingüístico de William Burroughs, porque acaba de descubrir que todos somos personajes de una conspiración histórica pensada por Don DeLillo y Bulgákov y puesta en escena por Philip K. Dick. ¿Me entiendes? Es... exagerado. Pero lo es precisamente porque todos somos exagerados cuando en realidad nada lo es. Y lo es, al mismo tiempo, de una manera temperada, suave. Es como estar en el ojo de un huracán, donde todo es calmo y alrededor todo está volando y frantumándose, hay una vertígine de vida pero desordenada: lo reconoces todo pero ya no sabes qué es verdad y qué es mentira. ¿No te acuerdas de la entropía, eso que nunca se entendía en las clases de Físicas? Es esa parte de energía que sobra, que no se puede emplear para hacer un trabajo, es el grado de desorden de las moléculas y es también el grado de incertidumbre que existe sobre un conjunto de informaciones: cuanta más información, más entropía y menos comprensión. Es esa cantidad de información que está por debajo, al lado y encima de lo que crees que estás buscando cuando googleas. Es internet... Óyeme bien: es algo que crees ignorar, pero que conoces muy bien. Pues eso: leer a Pynchon es como descubrirse hablando un idioma que nunca supiste que hablabas a la perfección, y donde esa entropía es su sintaxis.
La subasta del lote 49 narra la historia de una mujer que descubre un sistema de comunicación subterráneo que suplanta al sistema postal norteamericano. Mason y Dixon tiene la complejidad inverosímil de lo que, en realidad, es asombrosamente verídico: relata la historia —verdadera— de un astrónomo y un topógrafo que a mediados del siglo XVIII fueron contratados por la Royal Society para trazar la línea que separaría a las colonias de Pennsylvania y Maryland en el Nuevo Mundo. En El arcoiris de gravedad un militar estadounidense que tiene un grave problema físico (jejeje) trabaja para los servicios de inteligencia aliada en Londres y tiene que enfrentarse con numerosos enemigos. Vaya, me dirás. ¿Eso es todo? Pero tanto los reglamentos que rigen al desintegrante Sistema Tristero en La subasta del lote 49, o las erecciones de ese soldado todas las veces que pasa un cohete V-2 en El arcoiris de gravedad, o el trazado de esa línea que en realidad quiere dividirlo a-b-s-o-l-u-t-a-m-e-n-t-e t-o-d-o en Mason y Dixon, te precipitan en un mundo que se desintegra y que, al mismo tiempo es tan cotidiano como las judías verdes con patatas que te preparaba tu madre cada dos por tres (judías verdes o acelgas, eso dependía del tipo de crueldad materna, pero patatas, eso sí, siempre). Y si Mason y Dixon es una profunda reflexión sobre la responsabilidad de poner límites, de marcar territorios, de separar una cosa de la otra; el tema central de El arcoiris de gravedad es la disolución del yo, la muerte de la identidad en un mundo en el que todo se va pareciendo a todo (¿globalización?...ese libro se publicó en 1973).
Mira, no sé si te he sabido decir que cuando abro las páginas de La subasta me convierto en un Indiana Jones alucinado que acaba de darse cuenta de haber vivido siempre en un mundo que en realidad le era desconocido y en el que hay que explorarlo todo de nuevo, y rápido además, porque se está yendo todo al carajo. Este mundo que no tiene nada que ver con el Sueño Americano que siempre hemos tenido ante los ojos, sino que más bien se parece a esa zona liminar y tierra de nadie y de todos: el Insomnio Americano.
En fin, que no sé si te has dado cuenta, pero a mí lo único que me interesa es que te lo leas. Y no soy ya de ninguna editorial: si quieres, te escaneo el libro, te lo pongo en PDF y te lo envío. O, para no caer en la ilegalidad (hola, SGAE), te presto mis ejemplares. Ahora sí, si aún no lo has entendido, te lo advierto claramente: entrar en sus libros es un ejercicio de riesgo. Si te ha gustado, yo qué sé, El código da Vinci, no te leas La subasta del Código 49: no me gusta que se caguen en mis muertos.
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