«—Sí —dice el chino—. Usted problema.—¿Mi problema? El chino asiente. —No tengo problema —dice el sacerdote.
El chino se ríe; comprende que eso es lo que dice la gente que tiene problemas.»
De alguna manera, Hemingway era irlandés. Tenía yo unos trece años cuando leí por primera vez un libro de relatos escritos por él. Era uno de los cinco libros que había en esa casa que fue y sigue siendo la casa de mis padres. Por entonces —eso lo sabía bien yo porque mi madre no se cansaba de decirnoslo— no había dinero en casa. Tal vez por eso no había más libros que esos cinco. Aunque, eso sí, padre leía todo lo que le cayera en mano. Yo, por el afán de poseer los libros que leía, aprendí lo que más tarde reprobaría: a robar libros en la biblioteca pública. De los cinco libros —Naná, Crimen y castigo, El jugador, El asno de oro, los primeros cuatro— aquel libro titulado Los cuarenta y nueve cuentos fue el primer libro de Hemingway que leí. Y mi primer libro de relatos, también. A mí la cara que aparecía en la foto de la contraportada, barbuda y canosa, se me antojó irlandesa desde el primer día. Yo no sabía nada de Irlanda. Sólo que tenía casi la misma bandera que Italia y que (tal vez alguna peli o algo que leí) tenía que ser brumosa y triste.
Era, pues, precisamente en ese territorio donde me instalaban los relatos de Hemingway: en una tierra de tristeza honda, vieja como el mundo; una tristeza cosida a la piel misma del hombre, de ese hombre al que la Gran Madre o el Gran Padre le ha regalado en su mismo nacimiento un patrón para aprender a morir. Una interpretación de la vida en la que el nacimiento es el punto máximo vital, desde donde todo lo que sigue implica caída, decadencia. De eso, claro, me di cuenta después.
Los relatos de Claire Keegan —que de alguna manera es estadounidense, así como Hemingway es de alguna manera irlandés— me vuelven a instalar en ese mundo. Un mundo que ahora se comprende mucho más que antes no sólo porque el niño que leía a Hemingway ha crecido y reconoce ese dolor descarnado sino también porque Claire Keegan —quien ha aprendido del maestro la lección del contar y añade a lo que podría parecer un Hemingway irlandés una buena dosis de un controlado lirismo en tono menor— despoja su narrativa de toda aquella tensión de superhombría lanzada (y frustrada) hacia el futuro de los relatos de Hemingway. En Recorre los campos azules todo es un puro presente exento de cualquier esperanza: la vida de la Irlanda rural contemporánea aparece expuesta en todo su descarnado vigor (un vigor cansado y triste. Un vigor "Solitario, trite y final", como dice Osvaldo Soriano). Claire Keegan nos enseña sin pudor las entrañas sucias de una sociedad rural donde el abuso familiar y el incesto, la soledad y el alcohol, los sueños rotos y los matrimonios sin salida se mezclan en un extraño y melancólico connubio con la quietud del paisaje.
Ecribir sobre el fracaso, los sueños abortados y sobre todo sobre la soledad se ha vuelto ya un lugar común en lo que va de siglo. No hay libro de ningún escritorzuelo posmoderno que no trate, de una manera o de otra, la soledad: de alguna manera el tipo de personaje que vive en soledad a pesar de estar continuamente metido incluso en una vida frenética, configura por sí solos uno de los pilares de la literatura posmoderna. Pero en toda esta literatura este personaje se ha vuelto ya una masa indiferenciada. Claire Keegan, al contrario, no nos habla de la soledad. No escribe sobre la soledad. Sino que «escribe la soledad».
Hay algo más que me fascina en los relatos de Keegan: lo tradicional y la subversión de lo tradicional. Claire cuenta sus relatos elidiendo voluntariamente las referencias temporales. Uno pude imaginarse que las historias entán ambientadas en los 70 u '80 o hasta los '90, pero no hay ninguna referencia a ello. Y esto genera un ambiente que aunque no llega a ser ni atemporal ni fantasmagórico, sí le confiere un algo de fabuloso. Pero algo fabuloso entendido en el sentido mismo de fábula: un aire de cuento tradicional contado por una abuela delante de la chimenea. Sin embargo, Keegan lo subvierte todo, le da la vuelta del revés: mientras ese tono de fábula, lírico, confiere a los relatos un aire de tradicición, al mismo tiempo consigue un distanciamiento que convierte el relato casi en una mirada antropológica sobre los personajes, impidiendo en muchos casos una conexión emocional profunda. Y esto genera cierto desasosiego: el desasosiego del espectador que se encuentra delante de una ventana abierta desde la que se ve el dolor, la soledad, la tristeza pero que apuesta, más que a la identificación con en el personaje, más que a crear una empatía elemental o intuitiva, a la comprensión.
«Ella decía que el autoconocimiento se hallaba en el extremo del habla. El propósito de la converación era encontrar lo que, de alguna manera, uno ya sabía. Creía que en toda conversación había un cuenco invisible. La conversación era el arte de poner palabras decentes en ese cuenco y sacar otras de allí. En una conversación amorosa, uno se descubría a sí mismo de la manera más amable y, al final, el cuenco volvía a estar vacío.»
Los dos fragmentos que he citado en este post no dan en absoluto la idea de lo que son los relatos del libro. Si los he copiado aquí es porque me gustan. Vienen, ambos, del mismo relato que da título al libro. Un gran relato, como el libro mismo: Recorre los campos azules.
Obviedad: si quieres tener una idea de lo que hay en el libro, léelo. Desde aquí te prometo que no te va a decepcionar.